Aquella mañana era especial, tenía
que decidir entre seguir todo como estaba o volver a organizar su vida. ¿Por
qué sentía que comenzaba de nuevo?, algo inaudito. Antes no había dudado pero
leyendo Habitación Testigo de Clara Silva, si bien durante el transcurso le
resultó repetitivo, denso el personaje principal, cayó en la cuenta, en la
necesidad, a veces, de esa densidad. La duda provino de la comprobación que
todos escriben, en verdad, logrando alguno en la economía descriptiva sobre un
animal, por ejemplo, La Metamorfosis de Kafka; una cierta dosis de ironía para introducir
el estado de las cosas, la densidad, nada menos.
La lectura de Cara Descubierta de
Sidney Sheldon le había proporcionado la ópera prima de un consagrado y le
gustó, aún sin recordar mucho. Un psiquiatra muy pagado de sí mismo resolviendo
su futuro asesinato.
-
¿Me
haces un té?
-
Sí,
cómo no.
Así habló la
otra: “Rezaré por usted”
¿La
ceremonia del té sea china, inglesa, japonesa o criolla, aquí nomás,
pertenecerá al orden litúrgico? ¿Y la escritura?
Inclinó
la caldera suavemente, vertiendo poco líquido sobre el té, luego tiró y llenó
la taza de agua hirviendo. A los tres minutos retiró el sobrecito, tal como el
paquete rezaba y esperó pacientemente a que la temperatura ambiente atemperase
la infusión.
Fue
con la ceremonia que cayó en la cuenta de que no había probado bocado; a partir
de ahí. Y que livianita se sentía a pesar de la adiposidad visible en los
brazos, piernas y vientre. Una gordura que ella no había imaginado, se le había
colado subrepticiamente durante los últimos años. La liviandad estaba en la
conciencia de sí. Y de la otra.
Clara
Silva describe un estereotipo de mujer muy pobre. Pero la exageración en la
falta de vestimenta, alimento y otros eleva la potencia del contraste con quien
la contrata para remendar unos trapos. Así su personaje falto de todo siente la
presencia de lo indefinible llegando a sentirse feliz y cómoda en su terrible
situación. Es la irrupción de otro personaje con sus hipocresías que termina
por desquiciarla, perdiendo así el control de sus impulsos.
Nada más que por
sentir el ruido.
Demostrar que alguien vive.
Marcar
un territorio desde siempre lleno de silencio interrumpido.
Por eso dejó
caer la lapicera sin esforzarse en detener el movimiento,
tramando mientras tanto la
repercusión del objeto en el suelo – techo.